Jaime García todavía llora la muerte de monseñor Óscar Romero al recordarlo. Estuvo con él en la última homilía dominical que pronunció el 23 de marzo de 1980, en la basílica del Sagrado Corazón de Jesús, en el centro de San Salvador. García dice que ese día le detuvo el teléfono para que su mensaje fuera transmitido por radio YSAX, del arzobispado. Para él, algo sorprendente ocurrió.
Dos días antes de eso, el viernes 21 de marzo, monseñor Romero lo esperó antes de las 7:00 a.m., en las gradas del seminario San José de la Montaña. Jaime era seminarista y estaba encargado de las bases eclesiales de San Roque, en Mejicanos. Ese día, Jaime relata que Romero le regaló un alba y un cíngulo (cuerda que se ciñe a la cintura) y le pidió que lo acompañara en la homilía del domingo, argumentando que era el único seminarista que no lo había acompañado. Jaime aceptó.
Tienes todo mi cariño y toda mi confianza, sea quien sea, siempre voy a estar para servirte, me dijo, y me abrazó. Era un abrazo diferente. Eso fue la mañana del 24 de marzo”
Jaime García
Exseminarista
El domingo 23 de marzo, Jaime recuerda que llegó con anticipación a la basílica y vistió el alba y el cíngulo que Romero le había regalado. “Monseñor llegó alegre, feliz saludando a la gente, a los ancianos, hombres, mujeres y abrazó a los niños; saludó a mis compañeros y me vio que tenía problemas para ponerme el cíngulo y se puso a reír, abrió los brazos y me fue abrazar: ‘¡Así te quería ver. Gracias por estar conmigo!’”, pero también recuerda que después le informaron de nuevas masacres y su rostro cambió.
Jaime dice que se quedó a su derecha teniéndole el teléfono para que la misa se transmitiera en la radio. En la homilía, monseñor llevaba solo dos hojas de papel de empaque: “Dos ganchos había en las hojas cuando empezó a hacerle el llamado a la Fuerza Armada. (La homilía) Fue espontánea”, dice.
Lo que ocurrió durante el mensaje aún lo deja perplejo. “Comienza a salir del cuerpo de él, una fuerza magnética, tanto que me tuve que detener del altar mayor, para no golpearlo. Una fuerza que me atraía como dos imanes, y me le quedé viendo y vi que estaba sudando copiosamente y estaba llorando, mientras estaba hablando y manteniendo la voz firme. Dije: Dios mío estoy siendo testigo de la oración de monseñor Romero en el huerto del Getsemaní, no vayas a permitir que lo maten”.
Cuando la homilía terminó, García dice que Romero sacó una pañoleta de la manga y se limpió las lágrimas.
El siguiente día, García dice que monseñor Romero lo esperó en las gradas del seminario para decirle que trajera sus pertenencias al seminario y le llamó “seminarista privilegiado”.
“Tienes todo mi cariño y toda mi confianza, sea quien sea, siempre voy a estar para servirte - me dijo- y me abrazó. Era un abrazo diferente. Eso fue la mañana del 24 de marzo. Me apretó las manos y se marchó”, recuerda García con lágrimas en los ojos, porque fue la última vez que lo vio con vida.